Esto es un homenaje a una ciudad, a una gente, cuya esperanza ya no existe. Cuya historia no importa a nadie, presa en la actualidad del fanatismo y el interés. Esto es un homenaje a una ciudad que elmundo ha decidido no rescatar y cuya caída condicionará nuestra generación.
La primera vez que visité Alepo, con unos diez años, me costó entenderla. Para un niño nacido en Barcelona, esa ciudad árida y ruidosa me resultaba hostil y ajena. Era la ciudad de mi padre y no conseguía ver nada que me resultase familiar, atractivo o relevante. Eran años de choque cultural, de una pugna personal y con mi entorno para comprender eso que hoy parece estar en boca de todos: cómo se articula la multiculturalidad.
Desde ese momento hasta mi última visita a la ciudad, la Navidad anterior al inicio de la guerra civil, fui paso a paso descubriendo el significado de uno de los proverbios alepinos más famosos: «las mayores bendiciones recaen en las cosas que permanecen ocultas a simple vista». Y es que, más allá de la belleza propia de la ciudad, de esas casas que se ocultan entre callejones, mezquitas, iglesias y tiendas, Alepo tiene una áurea que no se ve a simple vista. Se debe experimentar para conocerla.
Alepo era una ciudad con su propio ritmo, rebelándose a categorizaciones y generalizaciones. Extendiéndose entre en desierto y el mar, las montañas de Anatolia y los cabales del Éufrates, era árabe, y turca, armenia y kurda. Y musulmana, cristiana y judía. Religiosa, pero también abierta, plural e intelectual.
Al-Mutannabi, uno de los poetas árabes más talentosos, reflejaba en sus palabras la importancia de Alepo en el imaginario colectivo de la región:
«Siempre que bellos jardines nos daban la bienvenida les contestábamos: Alepo es nuestro objetivo y vosotros sois simplemente el camino».
Las conquistas hicieron de Alepo una ciudad otomana, pero el comercio la convirtió en una ciudad mundial. Decenas de zocos y caravasares de mercaderes provenientes de todo el mundo hacían de Alepo una ciudad internacional. Durante siglos, se convirtió en residencia de los cónsules venecianos (1548) franceses (1560), ingleses (1583) y holandeses (1607). La seda, su famoso jabón con laurel y aceite de oliva, las especies y la lana no podían disasociar su calidad del sello alepino.
En magnitud, población y opulencia era claramente inferior a Constantinopla o El Cairo, ni pudo nunca presumir del esplendor de dichas ciudades. No obstante, su robustez y su capacidad comercial eran claramente superiores.Ahí donde se forma el cruce entre Anatolia, el Creciente Fértil y el desierto sirio, donde la ruta de la seda entra en contacto con el Mediterráneo, ahí yacía Alepo. Y lo digo en pasado, intencionadamente, porque lo que hoy existe en ese emplazamiento ya no es reconocible.
En una época en la que casi todas las ciudades europeas excluían o penalizaban las existencia de minorías religiosas, Alepo, como otras ciudades otomanas, daba cobijo a una multitud de grupos étnicos, lingüísticos y religiosos. No existían los guetos forzados para judíos ni la prohibición de los símbolos de los cristianos.
Durante la mayor parte de la historia de Alepo, los cristianos y judíos disfrutaron de una mezcla entre marginalidad y prosperidad. Los períodos de coexistencia eran más característicos de la ciudad que los momentos de violencia. La violencia era inusual en una ciudad que durante todo el período otomano gozó de una calma y sobriedad inigualables. De hecho, si existían los conflictos violentos, tendían a ser intracomunitarios, y no caracterizados por el odio entre comunidades.
A partir de finales del siglo XIX, Alepo añadió a su repertorio el francés. Si el árabe y el turco conectaba a la ciudad con Oriente, el francés conectó la ciudad con el mundo occidental. Escribía T.E Lawrence (de Arabia) en su Siete pilares de la sabiduría esta reflexión sobre la ciudad:
«Alepo era una gran ciudad en Siria, pero no de Siria, ni de Anatolia ni de Mesopotamia. En ella, las razas, creencias y lenguas del imperio otomano se conocían unas a las otras en espíritu de compromiso».
Como otros visitantes occidentales, Lawrence notó que Alepo, mucho más que otras ciudades, disfrutaba de un importante grado de fraternidad entre comunidades religiosas, étnicas y lingüísticas. Dicha idea de confluencia también se convirtió, años después, en el estandarte por excelencia del proyecto de la Unión Europea, tan cuestionada estos días y que sigue de espaldas a todo acontecimiento que tenga lugar más allá de sus “cerradas” fronteras.
Con el fin del imperio otomano, ciudades como Constantinopla y Esmirna empezaron a perder su diversidad debido a las persecución de sus minorías. Alepo, no obstante, permanecía plural. Acogió a miles y miles de armenios, asirios, siríacos y griegos que escaparon de las matanzas y las deportaciones conducidas por turcos y kurdos en anatolia. El historiador William Dalrymple consideró a Alepo la “Arca de Noé para los cristianos” en todo el mundo.
Alepo sobrevivió a la homogeneización y al fanatismo muchos más años que sus ciudades hermanas en la región. Constantinopla y Esmirna se volvieron turcas, Alejandría se volvió egipcia, Salónica griega y Bagdad sectaria.
Ciudad, además, de una gastronomía sin igual en la región. Un dicho popular sentencia: «si quieres juzgar la calidad humana de un alepino, destapa su olla y examina su comida». Más de 25 fórmulas para cocinar kebab a la alepina (incluyendo la receta con cerezas picotas, uno de los platos distintivos del Sisi House, ahora en ruinas) y 1001 kebbes (fritos, hervidos, al horno, con salsa, con piñones, con pistachos, etc.) el auténtico amor de todo alepino que se precie. Y ciudad de patios con jazmín y pomelo como Beit Wakil, Dar Zamaria o Beit Ghazzaleh. Ciudad del zoco cubierto más antiguo del mundo, con 13 km de callejones llenos de vida e historia reducidos a ceniza en 2012. Cualquier turista que haya experimentado (que no visto) Alepo sabrá de lo que hablo.
Pero hoy, Alepo ya no vive en Alepo. Vive en Estambul, en Beirut, en Estados Unidos, en Ereván, en Sao Paulo o en Barcelona. Vive en todas aquellas personas, indistintamente de su creencia o afiliación en esta sentencia llamada guerra civil, que dicen: “yo soy alepino”, siempre poniendo la ciudad por delante, identificando Alepo como ciudad universal.
Alepo es hoy el recuerdo de una ciudad que ha desaparecido. La guerra tardó meses en llegar, pero cuando llegó despertó lo peor en sus gentes. Hoy, es una ciudad de colas para comprar pan y miseria, cables eléctricos, edificios reducidos a la nada y mucha sangre. Casas saqueadas (la mía entre muchas otras), hambre, llantos y noches sin dormir debido a los bombardeos constantes.
Alepo solía portar un mensaje: diferentes religiones, etnias y lenguas pueden convivir en una misma ciudad. Hoy, en pleno siglo XXI, en el supuesto siglo del progreso, nos recuerda que nuestro siglo puede ser igual o más letal que sus predecesores. Nos recuerda, en forma de metáfora para los que viven de espaldas a esta realidad, que siglos y siglos de civilizaciones pueden quedar reducidas a polvo en 5 años. Y es precisamente nuestro siglo el culpable de la época más negra de Alepo. La escritora turca Elif Shafak, en su Las cuarenta reglas del amor escribía en boca del sufí Shams Tabrizi:
«No hay duda que Bagdad es una ciudad remarcable, pero no hay belleza que dure en la tierra para siempre. La ciudades se erigen encima de columnas espirituales. Como espejos gigantes, reflejan los corazones de sus residentes. Si esos corazones se vuelven oscuros y pierden la esperanza, las ciudades pierden su vitalidad. Pasa, y pasa siempre».
Alepo es hoy en día un reflejo fiable de su gente: polarizada y sin esperanza. Y su agonía, un reflejo del banal activismo de sofá, de una clase política cobarde y criminal a pares.
El exceso es detestable, incluso en el culto religioso. Así sentenciaba uno de los proverbios más famosos entre los alepinos, para los que un acuerdo es más importante que los ideales particulares. Creo que en algún punto de su historia contemporánea se olvidaron de esto último. Y creo que el mundo también se olvidó.
“Para sus habitantes, y la confluencia de sus gentes, [Alepo] es un epítome del mundo entero” – Charles Robson, Newes from Aleppo (1628)